SUEÑOS DE LUNA
SINOPSIS

¿Alguna vez has soñado con una persona desconocida? ¿Has sentido la imperiosa necesidad de buscarla?
Sergio, un hombre que ha sufrido un trágico suceso familiar, y Alba, una mujer cautiva de un doloroso desengaño sentimental, se conocen surgiendo entre ellos una fuerte atracción. Pero él aún no es libre; Luna, una mujer desconocida que aparece con insistencia en los sueños de Sergio, y la actitud de él de encontrarla a toda costa, impiden que Alba pueda entregarle todo su amor.
Será en Egipto, a orillas del Nilo, donde Alba y Sergio descubrirán quién es y qué se esconde tras la enigmática mujer del sueño, una revelación sorprendente que jamás habrían podido imaginar. Déjate seducir por este trepidante y apasionado thriller romántico que mantiene la intriga y el suspense hasta la última página.
COMENTARIOS DE LA NOVELA
Una historia que ha ido enganchándome poco a poco, con sentimientos vistos desde la perspectiva tanto masculina como femenina Es una novela muy cuidada y muy bien redactada, y me ha encantado. Una historia preciosa. (Brenda González, en Amazon).
Cuando leí el resumen me llamó bastante la atención y ha superado mis expectativas. Es una historia de amor y superación donde los personajes están muy bien construidos y se ve como a lo largo de la historia van evolucionando. El autor consigue transportarte a los lugares donde transcurre la obra y mantiene el misterio durante casi todo el desarrollo. Sin duda la recomiendo. (Eva, en Amazon).
Además de la relación amorosa, esta historia esconde mucho más. Es de esos libros que en su mayor parte los lees con una sonrisa en la boca. A pesar de que hay momentos duros o difíciles, no dejan de evocar esperanza y en ningún momento te hacen sentir algo negativo. Desde aquí, le quiero dar la enhorabuena al autor por lograr que disfrute de una historia romántica tanto como lo he hecho. (Janire, Blog Las lecturas de Seshat).
Este libro lo recomiendo 100%. Es una novela romántica que a mí me ha tenido enganchada de principio a final. (Amparo, en Amazon).
FRAGMENTOS DE LA OBRA
AMOR
—Bueno, ya estoy aquí —dijo Alba para llamar la atención de Sergio al que vio muy abstraído en sus pensamientos.
—Ya estaba a punto de ir a buscarte —ironizó Sergio—. Pensé que te habían raptado, o peor aún, que habías huido por alguna ventana.
—¿Huir te parece peor que raptarme?
—¡Claro! Si te secuestran es en contra de tu voluntad, en cambio huir…
—¿Huir de qué? ¿Estoy en peligro? —Ahora fue Alba la que puso énfasis y picardía a su pregunta.
—Posiblemente —respondió él dispuesto a seguirle el juego—. Quién te dice que no soy un psicópata, o un violador.
—¿Quién te dice a ti que no lo soy yo?
—Touché.
—¿Qué te apetece tomar? —preguntó Alba dando por finalizado este asalto dialéctico.
—No sé, cualquier cosa.
—La lista es muy corta, no suelo recibir muchas visitas, así que el bar está algo limitado…
—Me apunto a lo que tú tomes —la interrumpió Sergio.
Alba se quedó pensando unos segundos…
—No creas, yo tampoco sé muy bien lo que quiero… —«Sí que lo sabes, le replicó de nuevo la omnipresente voz de Bea. ¿Acaso tengo que decírtelo? ¿Quieres también los detalles?»—. Tengo en la nevera una botella de cava de las pasadas navidades. ¿Te apetece?
—¡Perfecto!, respondió él con sinceridad.
—Y también creo que me quedan algunos bombones…
—Umm…, que maridaje tan perfecto —apuntó Sergio casi con un susurro—. ¿También son de navidad?
—Lo que yo decía, hoy te estás divirtiendo mucho conmigo —dijo Alba intentando dibujar en su rostro un gesto de reproche—. Y yo que te imaginaba un hombre serio y cabal —añadió mientras se dirigía hacia la nevera.
—Eso es en el instituto. ¿Te ayudo? —replicó mientras se levantaba del sofá.
—De acuerdo, puedes ir descorchando el cava, creo que se os da mejor a los hombres.
—¿Ahora quién es la simpática?, por no decir “guasona”.
—Solo cuando estoy a solas en mi apartamento a las dos y media de la madrugada y con un hombre al que apenas conozco.
—Con un compañero de trabajo —matizó Sergio mientras cogía la botella que ella le tendía.
—Ah, bien, entonces nada que temer. Voy a por los bombones.
Ambos guardaron silencio durante unos momentos. Alba cogió una caja roja que tenía dentro de un mueble del comedor, y de ella cogió varios bombones y los depositó en un cuenco de cristal. Luego lo dejó sobre la mesa del estar. Sergio mientras seguía peleándose con la botella intentando descorcharla.
—Estaba tumbada, ¿verdad? —preguntó él desde la cocina.
—¿Qué estaba tumbada? ¿Quién? —No acertaba a comprender. Rápidamente se imaginó una mujer semidesnuda tendida en una cama. No quiso mirarle a la cara, tenía miedo a descubrirse a sí misma.
—La botella. En la nevera, ¿la tenías tumbada?
—Sí. ¿Por qué?
—Creo que el tapón se ha hinchado demasiado y no puedo sacarlo —explicó forcejeando con intensidad.
—Quieres decir que… ¿no vas a poder complacer a una dama? —recitó con toda la ironía de la que fue capaz—. ¿Vas a dejarme sin mi copa de champán?
—¿Champán? No me había fijado. Déjame ver —dijo más bien para sí mismo— ¡Caray! ¡Pero si es un Moët&Chandon! Haberlo dicho. Tenga la seguridad, mi querida dama, de que usted va a tener esa copa de champán —afirmó con rotundidad—. Esa y varias más —añadió mirándola con intensidad.
—Oh, ¿qué va a pensar usted de mí, señor? Seguro que con una copa es suficiente.
«No estoy tan seguro. Ni con una botella podría hacerte cambiar de opinión».
—Et voilá —pronunció con un correcto acento francés después del ruidoso sonido del descorche.
—Pensaba que eras profesor de inglés, y en cambio, si utilizas alguna expresión en lengua extranjera lo haces en francés, y con muy buen acento, además —comentó Alba.
—Es un idioma que me gusta mucho. Resulta muy sensual, ¿no te parece? —preguntó juguetón.
—Depende de quién lo pronuncie —replicó con un mohín.
—Sur le pont d’Avignon, on y danse, on y danse, sur le pont d’Avignon, on y danse, tous en rond. —recitó Sergio forzando la vocalización—. ¿Qué te ha parecido?
En esta ocasión fue Alba la que lo miró intensamente.
—Venga, vamos a sentarnos y a probar ese champán. Espero que no esté estropeado. Esa es una canción de tu niñez, ¿no?
—Sí. Con ella mi madre empezó a enseñarme francés, lo mismo que mi abuela hizo con ella. Y mi abuela lo aprendió durante su cautiverio en Argelia.
—Entiendo. Venga, vamos a brindar.
Los dos se sentaron juntos en el sofá y alzaron sus copas.
—¿Por qué brindamos? —preguntó Alba mientras contemplaba el atractivo color amarillo pajizo, con destellos dorados y verdes, del espumoso líquido que contenía su copa.
—Por nosotros, y porque nuestros sueños se hagan realidad.
—Me apunto a eso.
—Mientras daban un largo sorbo ambos mantuvieron fija su mirada en el otro.
—¡Uaaau…! ¡Está riquísimo! —exclamó Sergio.
—¡Impresionante! No sé cómo he podido tenerla ahí desde entonces. La próxima vez que me regalen otra me la bebo yo solita —dijo sonriendo.
—No sonrías así, por favor.
—¿…?
Alba no sabía que responder, pero tampoco le dio tiempo a pensar más. Sergio, con la copa aún en la mano, acercó sus labios a los de ella mientras con la otra rodeaba su nuca y sus dedos se perdían entre sus cabellos.
Labios frescos al inicio, ardientes conforme acariciaban los suyos, impregnados de sabor a fruta blanca, a cítricos, a grosella, aún con la chispeante vivacidad de las finas burbujas, fueron envolviéndola poco a poco, trasladándola a un recóndito lugar donde mucho tiempo atrás soñaba, la piel erizada por el viento, por ese vuelo inesperado, mágico y sorprendente al que Sergio, sin previo aviso, la había invitado.
Durante varios segundos, quizá minutos —había perdido por completo la noción del tiempo—, se dejó besar lentamente saboreando con inmenso placer los labios de Sergio. Luego llegó ese abrazo que la rodeó por completo, esas caricias en su mejilla, en su cuello… alborotándole los cabellos, enervándole la piel. No era capaz de reaccionar, solo de disfrutar todo ese cúmulo de maravillosas sensaciones que invadían su cuerpo sin su permiso, y también su mente.
De pronto se sintió volar, como si lo hiciera en una alfombra mágica, aquella de los cuentos de las mil y una noches en la que tantas veces viajó en su niñez, guiada por un gentil príncipe que la acompañaba a visitar todas las maravillas del mundo.
Los brazos de él la depositaron suavemente sobre el lecho. En ese momento sintió un escalofrío ante la repentina ausencia de su calor, pero apenas fue un instante. De nuevo la envolvió entre sus brazos, de nuevo la inundó de caricias y besos, ahora ya compartidos, provocándose placer mutuamente, sin prisa, descubriéndose el uno al otro, aprendiéndose cada centímetro de piel.
Poco a poco les fue invadiendo la prisa, la urgencia, que se transformó en desesperación para dar rienda suelta a sus impulsos, a la necesidad de satisfacer sus deseos más profundos, más inconfesables, de saciar ese apetito carnal que se había ausentado hacía ya mucho tiempo, y que ahora regresaba con una fuerza salvaje, arrolladora, incontenible.
Jadeos, susurros que se fueron convirtiendo en gritos, cuerpos agitándose al unísono, en perfecta sincronía, reproduciendo un baile ancestral grabado a fuego en sus genes, garantía de supervivencia, de vida, y de placer.
Sábanas arrugadas, cuerpos sudorosos arqueándose con frenesí; un último grito, pudoroso, ahogado en la garganta para dar paso a un cómplice silencio mientras tiernas caricias se multiplican aquí y allá, extendiéndose lentamente por cada rincón de sus cuerpos.
Poco a poco les fue invadiendo el sueño, un sueño del que no querían despertar.
EL ENCUENTRO
Alba cruzó la puerta de la cafetería Coffee with milk. El local se encontraba prácticamente vacío a esa hora del sábado por la tarde. Se detuvo un instante y miró a su alrededor. Al fondo, en la mesa más alejada de la barra, la esperaba Héctor. Con paso firme y decidido se dirigió hacia allí manteniendo en todo momento la cabeza erguida y la vista en los ojos de Héctor.
Él se levantó cuando ella llegó a la mesa y acercó el rostro a su mejilla con la aparente intención de darle un beso. Alba hizo caso omiso sentándose rápidamente en la silla que quedaba enfrentada a él. Héctor no pudo disimular un gesto de disgusto.
Durante un instante ambos se observaron sin decir nada.
—¿Qué desean tomar? —preguntó una camarera que ante la ausencia de clientes se había acercado con presteza para tomar nota del pedido.
—Un café solo con baileys —respondió él.
—Para mí un té verde.
—Muy bien. Ahora enseguida lo traigo.
Alba y Héctor continuaron observándose en cuanto la camarera se alejó.
«Está bastante más delgado y tiene una expresión envilecida que no me gusta nada. No le ha sentado nada bien la cárcel».
—Bien, ¿qué es lo que quieres? —preguntó Alba que se sentía muy incómoda ante la inquisitiva mirada de Héctor.
—Ya te lo he dicho antes; verte y hablar contigo.
—Ya me estás viendo.
—No parece que te haya sentado muy bien mi ausencia. Estás algo pálida, aunque eso sí, has engordado un poco.
Alba quiso responder a su comentario, pero guardó silencio, no le apetecía seguirle el juego.
Héctor respetó el mutismo de Alba durante unos segundos, pasados los cuales, añadió:
—¿Qué tal te va con tu nuevo… “amigo”?
Un escalofrío recorrió su cuerpo.
«¿Qué? ¿Cómo puede saberlo? Si le habrán soltado hoy, o ayer por la tarde a lo sumo, y Sergio se fue el jueves desde el instituto. Alguien me ha estado observando por orden suya, ¿Qué más sabrá de mí?».
—Eso no es de tu incumbencia.
—Todo lo que tenga que ver contigo, es y será siempre, asunto mío.
—Te equivocas, y lo sabes. No pienso discutir sobre esa cuestión. Lo nuestro terminó y punto —replicó Alba de forma contundente.
—¿Piensas que puedes decidir cuándo cogerme y cuándo dejarme? ¿Quién te has creído que eres? —dijo de forma airada.
—Una relación es cosa de dos, Héctor, algo que tú no acabas de entender, y si una persona quiere estar con otra ha de ser de forma libre y voluntaria, nunca impuesta —replicó Alba con serenidad, incluso forzando un poco la dulzura de su voz. Por todos los medios quería relajar la tensión de Héctor, le conocía bien, y tenía que cortar su creciente irritación antes de que fuera demasiado tarde.
De nuevo los dos se quedaron en silencio, como valorándose mutuamente.
—Aquí tienen. Un café con baileys para usted…, y un té verde.
La camarera depositó las consumiciones en la mesa. En cuanto se alejó, fue Héctor el que se decidió a hablar:
—¿Por qué? —preguntó mirándola fijamente a los ojos.
—¿Qué hice yo para perderte? —repitió con voz suplicante.
Había sinceridad en su mirada. Alba observó que realmente él no sabía, no entendía, cómo ni de qué forma, ella dejó de estar enamorada.
—Siempre te he querido, Alba, más que a nada en el mundo. Eres lo único que me importa en esta vida. Te daría lo imposible con tal de hacerte feliz. ¿Es que no lo ves?
Alba sintió como las lágrimas pretendían brotar de sus ojos. Parpadeó varias veces, tenía que evitarlo a toda costa. No podía evidenciar su emoción ante las palabras de él. En realidad, era pena, sentía verdadera lástima por ese hombre fuerte y vigoroso que la enamoró hace años y al que ahora veía hundido y destrozado como un muñeco de trapo.
Hubiera dado cualquier cosa por seguir sintiendo amor por él, lamentaba profundamente el dolor que exteriorizaba, pero no cabía vuelta atrás. La intensa relación que un día tuvieron ya no tenía recorrido alguno.
—Este tiempo en prisión me ha servido para reflexionar. He cambiado, Alba. Por favor, dame una oportunidad —suplicó con los ojos humedecidos.
Alba no podía permitir que Héctor se rebajara hasta ese punto. Su posterior reacción ante la negativa de ella sería mucho más virulenta aún por este motivo. Tenía que evitar que se sintiera humillado, pero a la vez, no podía crearle expectativas. Debía dejarle claro que no existía ninguna posibilidad.
Sentía la sensación de un cuchillo clavado en su estómago y que alguien estaba haciendo girar y mover de un lado a otro. El dolor era muy intenso. Respiró hondo, tenía que sobreponerse y responder de una vez, no podía demorarlo por más tiempo. El sufrimiento de él era más que evidente.
—Héctor —dijo con el tono de voz más dulce que pudo pronunciar—, no eres tú, no es algo que tú puedas hacer o no. El amor es así de inexplicable. A veces surge sin que nos demos cuenta, sin pretenderlo, ajeno por completo a nuestros designios, usurpando nuestra voluntad. Y de la misma forma que aflora sin más, puede desaparecer igualmente…
—Podemos recuperarlo —la interrumpió—. Solo te pido que me dejes intentarlo.
—Si creyera que existe alguna posibilidad…, pero no es así, Héctor, lo siento mucho, de verdad.
—Se trata de ese profesor, ¿no? Seguro que estás colada por él. ¿Qué te puede ofrecer? —preguntó en tono desafiante.
—No insistas, Héctor, por favor, te lo suplico…
Él la miró intensamente a los ojos, y Alba le sostuvo la mirada. En los ojos de ella comprobó la sinceridad de sus palabras, y también su convicción, incluso llegó a atisbar, o eso creyó ver, una pizca de ternura. Los ojos de Héctor se inundaron de lágrimas. Alba jamás le había visto llorar. Se le encogió el corazón y tuvo, esta vez, sí, que bajar su mirada a la mesa; no podía ver como resbalaban lentamente por sus mejillas en el más absoluto silencio. Ese hombretón tan fuerte, tan rudo en ocasiones, y tan vigoroso, lloraba ahora como un niño desconsolado. Vio como una de las lágrimas se estrellaba contra la superficie de la mesa, muy cerca de su taza de café…
En ese momento sitió como las dos manos de él abrazaron sus mejillas, y, con fuerza, atrajeron su rostro hacia el suyo.
La besó en los labios, con la pasión de la primera vez, intensamente, con vehemencia, como si jamás pudiera volver a repetirse. Alba perdió la noción del tiempo, no era capaz de saber durante cuántos segundos se prolongó ese beso tan lleno de pasión como de furia.
Lentamente él separó sus labios y ella abrió los ojos, aturdida aún por esa arrebatadora, imprevista y fugaz demostración de… ¿amor? ¿deseo?
Apenas llegó a verlo. Héctor se levantó y se marchó sin decir ni una sola palabra de despedida, o de reproche. Despareció de su vista en el más absoluto silencio, mientras Alba aún sentía en sus labios el salado sabor de las lágrimas de él.
LA PESADILLA
La imagen de Alba se va alejando como una hoja flotando en la superficie de un riachuelo. También sus besos y sus caricias, que hasta hace un momento me envolvían en mi sueño. Se hace la oscuridad y el silencio. Siento frío.
¡No! ¡Otra vez, no!
Escucho mis propios gritos reverberando entre las paredes de la pequeña caja de regalo. Vuelvo a estar allí, de nuevo, prisionero en su interior. Me veo desde lejos, como si las paredes fueran de cristal, pero solo puedo observarme, no hay nada que pueda hacer desde allí arriba, y a su vez, estoy dentro de la caja, atrapado en su interior.
Apenas puedo respirar, es muy pequeña, con los brazos extendidos puedo tocar las paredes, incluso alcanzo a la tapa que hace de techo. Intento, infructuosamente, empujarla hacia arriba, pero ni siquiera puedo moverla. Parece de cartón, pero mis manos son de gelatina, se hunden al hacer presión sobre ella, y no puedo moverla. Me falta la respiración, abro la boca como un pez fuera del agua, me asfixio, y mi otro yo me contempla desde arriba, impertérrito.
Cierro los ojos, no es la primera vez que me ocurre, sé lo que tengo que hacer. Me concentro, los párpados bien apretados, la mente atenta únicamente a ese espacio vacío que he creado en mi pensamiento, un agujero negro donde nada existe, solo se escucha el silencio. Ahora me siento infinito. Respiro hondo, los pulmones se me inundan de aire, y espero, espero la luz.
Lentamente comienza a aparecer. Apenas es una sombra borrosa, como un boceto a lápiz sobre un viejo papel de estraza. Poco a poco se va volviendo más nítido, y surgen los colores, primero el blanco y el negro, luego el rojo, el amarillo, y el azul.
Sus ojos me miran intensamente, aunque no parecen tener vida, no se mueven, ni pestañean sus párpados. Sobre cada uno de ellos hay pintado un rombo de color azul con las puntas alargadas en sentido vertical. Las de arriba sobrepasan unas finas líneas de color negro que sustituyen a lo que debieron ser sus cejas. En el extremo inferior de cada rombo hay dibujadas unas gotas pintadas de azul, que caen sobre las mejillas como si fueran lágrimas.
Sobre su rostro de color blanco satinado, y rígido como la porcelana, destacan sus gruesos labios rojos dibujando esa enorme sonrisa que casi le llega desde una oreja hasta la otra. Un sombrero de bombín de color negro, que me recuerda a los que llevaban Oliver Hardy y Stan Laurel (el gordo y el flaco), apenas consigue ocultar una abultada y rizada cabellera de color naranja.
Ahora ya consigo ver perfectamente el resto de su cuerpo. Su camiseta de manga corta de rayas horizontales blancas y negras, sus tirantes rojos igual que su pajarita, las manos enfundadas en guantes blancos, y finalmente los pantalones de color negro al igual que sus enormes botines.
Es tan alto como yo, y en este momento no hay nada ni nadie junto a nosotros, solo la oscuridad que nos rodea. Empieza a dar saltos, a bailar, a hacer cabriolas, se tropieza y se cae; no puedo evitar reírme. Vuelve a saltar, corre de un lado para otro, y de nuevo tropieza y cae, creo que intencionadamente. Es un mimo, no habla, solo gesticula. Moviéndose me recuerda a Naomi Watts cuando, interpretando a Ann Darrow, baila frente a King Kong haciendo piruetas hasta que consigue hacerle reír.
Me acerco a él, toco su rostro, quiero quitarle la máscara y ver quién es, pero no puedo, no hay ninguna máscara, su cara es así de rígida. Esa enorme sonrisa de joker me irrita, creo que se burla de mí mientras sus ojos aparentan llorar.
Oigo la voz de un niño muy pequeño que reconozco al instante, y el mimo se empequeñece rápidamente hasta quedarse con poco más de un palmo de altura.
«¡Papi, papi, papi! ¡Déjame a Lucas, ahora me toca a mí jugar con él!» —grita mi pequeño.
Sin esperar mi respuesta Dani agarra al muñeco del sombrero y lo abraza, luego le coge de ambas manos y empieza a moverlo haciéndole saltar y bailar. El mimo se suelta de las manos del niño y se pone a bailar hip hop. Dani ríe y quiere cogerlo, pero Lucas se aleja mientras sigue bailando. Salta, da volteretas en el aire, gira sobre sí mismo con tan solo la cabeza y los hombros apoyados en el suelo.
Me mira, aunque apenas veo sus ojos, sé que el mimo me mira. Su enorme sonrisa de joker se mofa de mí. Sigue bailando y saltando, alejándose cada vez más, y Dani va tras él, como hipnotizado por la magia de sus colores, de sus movimientos…
Intento impedirlo, pero no puedo, sigo atrapado en esas paredes de cristal, en esa caja de regalo transparente que se ha convertido en mi palco de honor, y también en mi prisión.
«¡Daniii!» —grito con vehemencia—. «¡Daaaniiiii, no vayas, quédate aquí!» —chillo con desesperación, pero no me escucha, solo ve al mimo, ese muñeco que le regalé hace apenas dos meses cuando cumplió tres años—. «¡Dani, por favor, ven conmigo!» —suplico lastimosamente, pero él sigue alejándose de mí, persiguiendo al mimo, imitando sus gestos, sus cabriolas, desapareciendo poco a poco entre las sombras.
—Cariño, ¿podrías ir tú a recoger a Dani? —le pregunto dulcemente a Ana.
—Cielo, quedamos que yo lo recogía esta tarde de la guardería y lo llevaría a esa fiesta de cumpleaños, y luego tú irías a por él —protesta imitando mi tono de voz.
—Lo sé, lo sé, tienes razón, pero es que aún me quedan muchos exámenes por corregir y tengo que llevarlos mañana sin falta al instituto. Si ahora me voy a por el niño, con el tráfico que hay en estos momentos en Madrid, tardaré casi hora y media en ir y volver.
Tendré que quedarme hasta muy tarde esta noche para poder terminar de corregir.
—Sergio, me lo podías haber dicho cuando he llegado, no me habría cambiado de ropa. Ahora tengo que volver a vestirme —replica con un pequeño gesto de reproche.
—Lo siento cariño, no lo he pensado en ese momento, pero bueno, es igual, me acerco yo, ya lo terminaré por la noche.
—Entonces tendré que irme sola dormir. No sé, la cama está muy fría sin ti —dice mimosa.
—¿Sí? —respondo fingiendo incredulidad.
—Bien lo sabes tú. Bueno, venga, yo voy a por Dani, pero me debes una, ¿de acuerdo? —afirma más que pregunta dándome un suave beso en los labios.
—Eres un cielo, Ana. No sé qué haría yo sin ti —respondo devolviéndole a continuación el beso con intensidad.
—Morirte de pena, no lo dudes —se pone a reír con malicia—. Vamos a dejar los besitos que a este paso no iremos ni tú ni yo —sentencia mientras me acaricia el rostro con la mano. Luego da media vuelta y se marcha hacia nuestra habitación consciente de que yo, mientras, observo su graciosa forma de andar y su trasero respingón.
Veo a Ana conduciendo, mirando a Dani a través del doble espejo retrovisor mientras el niño ríe y juega con una marioneta que le han regalado en la fiesta. Le está contando atropelladamente todo lo que han hecho, los disfraces que se han puesto algunos… Él quiere disfrazarse también en la próxima fiesta, vestirse igual que Lucas, su muñeco mimo, con peluca de cabellos rizados de color naranja, camiseta de rayas blancas y negras, pajarita roja, sombrero de bombín…
Vuelvo a ver al mimo, ahora más pequeño aún, en la cabina de un enorme camión. Está colgado del espejo retrovisor, y se mueve constantemente. Veo al conductor, un hombre bastante joven, e intuyo que también debe tener un hijo pequeño como yo. El mimo se ríe, sé cuándo lo hace, aunque no cambie la expresión de su cara, con esa roja y enorme sonrisa de joker. Lo sé porque lo noto en sus ojos, que brillan con malicia.
Parece querer indicarme algo, gesticula con las manos hacia adelante. Deben ser imaginaciones mías, se mueve por el vaivén del camión, hacia adelante y hacia atrás. No, ahora lo veo. Él sabe que lo he visto, sus ojos brillan aún con más intensidad. Sí, es el coche de Ana, está delante, y desde la cabina del camión veo a Dani a través del parabrisas. Está jugando y riendo, como siempre.
—¡Mami, mami, mira! —dice Dani que ha visto desde su sillita orientada hacia atrás, el camión que les sigue—. Un Lucas pequeñito me está saludando —y señala con el dedo refiriéndose al muñeco que cuelga del espejo retrovisor del camión.
Ana mira su espejo sin entender lo que quiere decirle su hijo, pero no ve a Dani, uno de los globos de la fiesta que se ha traído se ha ido deslizando por el techo del coche y ahora le tapa la visión del niño. Mueve la cabeza a un lado, luego hacia el otro…
—¡Anaaa! —grito con todas mis fuerzas—. ¡Frena, por dios!
En ese momento ella se da cuenta del frenazo del coche que va delante, y hace lo propio con el suyo, pero no hay tiempo, la distancia ahora es insuficiente. Veo como su cabeza se inclina bruscamente hacia el frente impactando en el airbag. Dani deja de reír, las fijaciones de la sillita han aguantado bien el choque, y los cinturones le han sujetado perfectamente impidiendo que salga despedido, pero su rostro refleja mucho miedo, empieza llorar, grita al ver como el camión se precipita hacia él, cierra los ojos…
El mimo se vuelve hacia mí y ríe grotescamente, mientras yo suplico compasión. Intento escapar de mi caja de cristal, pero de nuevo mis manos y mis brazos se vuelven de gelatina cuando intento levantar la tapa. Quiero lanzarme con toda la fuerza de mi ser contra una de las paredes para romperla y poder socorrer a mi mujer y a mi pequeño Dani, pero no puedo mover las piernas, los pies están adheridos al suelo y no puedo levantarlos. Unos brazos que no veo me rodean el torso impidiendo mis movimientos. Intento liberarme de ellos, pero no lo consigo.
De pronto la caja estalla, y veo a cámara lenta como miles de pequeños trozos de cristal salen despedidos. Quiero aprovechar y escapar ahora de allí, pero de nuevo, esos brazos invisibles me lo impiden. Oigo voces, gritos…
—¡Sergio! ¡Despierta, por favor!
LA SEGUNDA CITA
Había pensado en todas las posibilidades, imaginado los diversos escenarios en los que podría desarrollarse este encuentro, desde el optimista hasta el más decepcionante en el sentido de que no volviera a surgir esa magia que los envolvió en su primera cita; pero todo estaba superando sus mejores expectativas. Ese lugar tan acogedor e íntimo que les daba la sensación de estar absolutamente solos, una cena tan apetitosa, la siempre loable aportación del vino…, potenciaba, aún más si cabe, una química tan especial que Alba no recordaba haberla sentido en toda su vida.
«Creía que estas sensaciones eran más propias de la adolescencia, o de los primeros años de juventud. La experiencia que te aporta la madurez exige como tributo la pérdida de la inocencia. Ya no vuelves a ilusionarte como antes, a creer en el amor como un sentimiento mágico que arrebata tus sentidos y que perdurará para siempre. Pensaba que sabía lo suficiente, que la atracción, el deseo…, podía controlarlos, y ahora me doy cuenta de que soy vulnerable, tanto o más de lo que era antes. Siento una inmensa felicidad, y a la vez…, pánico. Esto se me puede ir de las manos»
—¿En qué piensas? —le preguntó Sergio.
—Perdona, como vulgarmente se dice, se me ha ido el santo al cielo.
—Eso es evidente. ¿Un cielo que puedas compartir?
«Eso me encantaría, pero queda mucho camino por recorrer; tengo que conocerte mejor, no puedo precipitarme y estropearlo todo».
—Pensaba que lo estoy pasando muy bien, y que ha sido un acierto elegir este restaurante. Nos ha permitido conversar tranquilamente…
—Por supuesto que sí, pero ni el mejor lugar, ni la mejor gastronomía, ni tan siquiera el mejor vino, pueden sustituir al enorme privilegio de estar a tu lado y disfrutar de tu compañía.
—Lo que permite un espacio como este es poder conocernos mejor, y desde luego, lo que no podía imaginar es que fueras tan adulador —dijo Alba haciendo un fingido mohín de reproche.
—No lo soy en absoluto, pero sí que a veces me pierde la sinceridad —respondió mirándola con tanta intensidad que Alba tuvo que desviar su mirada.
—Bien, creo que es el momento de irnos, ya empiezan a recoger las mesas. Te apetece que tomemos una copa por ahí —preguntó Alba.
—Sí, pero invito yo.
—No, esta noche corre de mi cuenta.
—¡Qué tozuda eres!
—No sabes cuánto. Pero te recuerdo que no hago otra cosa que imitar lo que hiciste tú en la ocasión anterior.
—Yo te invité a un tapeo —protestó Sergio.
—Y luego al teatro, y luego también a la copa…
—Me apetecía hacerlo.
—Lo mismo que a mí ahora.
—Ya veo que no puedo convencerte.
—Esta vez no, pero nunca dejes de intentarlo —rio Alba. Sergio se quedó mirándola de una forma tan intensa que pensó que, en ese mismo instante, iba a besarla—. Venga, vámonos —se apresuró a decirle ella a la par que se levantaba de la mesa. No quería prolongar por más tiempo ese momento.
«Ya estás huyendo, como siempre. Estas serían las palabras de Bea si me viera en este instante. Seguro que ella habría hecho todo lo contrario: Alargar el momento y someter a Sergio a la tortura de vencer la tentación de besarme, o caer en ese incontenible deseo que mostraban sus ojos. Me siento como un flan, y no puedo correr esos riesgos. Ahora mismo no podría decirle que no a nada de lo que quisiera hacerme».